Manuel Iñiguez, Alberto Ustarroz, 17 de marzo de 2006 Este escrito pretende plantear la situación de olvido y abandono que atraviesa en la actualidad uno de los episodios arquitectónicos y urbanos más importantes de la ciudad de San Sebastián, la Plaza de la Trinidad realizada por el arquitecto Luis Peña Ganchegui en el año 1963. Es innegable que la característica más importante de la ciudad de San Sebastián la constituye la presencia directa de la naturaleza. La estrecha simbiosis alcanzada a lo largo de los años entre naturaleza y arquitectura, su mutua imbricación, su sustancial interdependencia, definen en gran medida el espíritu de la ciudad. Una serie de accidentes naturales de variado carácter, mar, ría y montes se presentan contiguos con lo construido y se erigen en los signos distintivos y específicos de la ciudad, en sus acontecimientos más significativos. Por otro lado la arquitectura que construye la ciudad es ordenada, discreta, educada y coral. Siendo redundantes diríamos que aquí en San Sebastián ha alcanzado el alto grado de arquitectura civilizada, esto es, sabe el papel de artificio que le está reservado frente a las emergencias de una naturaleza excepcional, y quiere contribuir a resaltarlas aún más, ya que sabe que ni es posible ni bueno para la ciudad competir con ellas. La plaza de la Trinidad, tal como fue concebida y realizada por el arquitecto Luis Peña, representa un entendimiento modélico de esta relación establecida entre la naturaleza y lo construido, de lo que en definitiva bien pudiéramos denominar el alma de la ciudad. En ella el tema fundamental está en reinterpretar, desde una mirada urbana, la dominante presencia del monte que gravita directamente sobre la ciudad. En la plaza de la Trinidad se expresa ejemplarmente la sorpresa y lo inesperado que dicha presencia de la naturaleza lleva implícita consigo, lo que le hace alcanzar una cierta condición de sublime. Una emoción en el fondo, que todavía este espacio es capaz de evocar en el visitante, constituyendo en este sentido un sugerente, esencial e insustituible episodio en el conjunto de la experiencia urbana de San Sebastián. El proyecto de Luis Peña logra la consecución de una atmósfera unitaria en un heteróclito conjunto, obtenido como resultado de un derribo, y en el que confluyen la naturaleza, lo monumental y lo doméstico con sus específicos y más propios caracteres. Se obtiene como resultado un microcosmos urbano que reúne arquitectura privada y pública ejemplarmente reinterpretado por la intervención de Luis Peña desde lo lúdico, los juegos populares vascos, y con ese valor sagrado que acompaña al juego popular siempre que se integra como un rito de la vida cotidiana, como una manifestación festiva de la misma. Un espacio urbano reducido en dimensión pero denso en contenidos, que da un nuevo sentido al conjunto, sin renunciar a los significados posibles que pueden recibir la multiplicidad de fragmentos que lo componen. Un espacio en definitiva, donde la nueva arquitectura que se introduce cumple magistralmente con el objetivo más importante que le puede caber al proyecto de arquitectura, dar sentido a lo existente. Una intervención que, atendiendo al reconocimiento del que goza como un hecho esencial en la historia de la arquitectura española de los últimos cincuenta años, debería representar un punto de referencia inevitable para la propia ciudad de San Sebastián. En abierto contraste con estas consideraciones la situación en la actualidad de la Plaza de la Trinidad resulta lamentable, y no solo por el estado de incuria en el que se encuentra, más evidente aún si cabe en un espacio público situado en el mismo centro de la ciudad, sino sobre todo por una serie de desafortunadas intervenciones, relativamente recientes, que afectan a materiales, usos y colores y que han alterado profundamente su carácter. El mezquino, en todos los sentidos, cierre del bolatoki, el cambio de materiales y colores del frontón, la ubicación de una pista de balonmano que, si por un lado traiciona el verdadero sentido de espacio público multiusos de la plaza al transformarlo en una pobre instalación deportiva, por el otro, con la sustitución del pavimento pétreo por uno continuo desvirtúa el valor y la unidad materiales de la plaza. Todas estas actuaciones, junto con la colocación de unas verjas de cierre en sus accesos, colaboran a ese aspecto marginal que ha cobrado la plaza de la Trinidad, más propio de una periferia urbana degradada, algo que no se merece tanto por su situación como, sobre todo, por su indiscutible calidad. Es por todo ello por lo que solicitamos al Ayuntamiento que afronte la rehabilitación de la plaza de la Trinidad, tal y como le dio su factura, en los primeros sesenta, el arquitecto Luis Peña Ganchegui. La plaza debe ser recuperada de nuevo como un espacio público perteneciente a todos los ciudadanos, más allá de solucionar problemas sectoriales de una parte de los mismos. Una restauración tal, constituiría una operación modélica que, al conjunto de las intervenciones insignia que tiene previstas el Ayuntamiento le permitiría alcanzar un más grande calado cultural. Valorar lo bueno que posee la ciudad y no caer en la simple idolatría de lo novedoso, debería ser el primer paso de toda política urbana que pretenda tal denominación, y en este primer capítulo se encuentra por méritos propios y sin ninguna duda la Plaza de la Trinidad.
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