en defensa de la plaza de la trinidad


Eduardo Mangada, 1 de junio de 2015

He leído el manifiesto contra la pretensión de cubrir el frontón de la Plaza de la Trinidad. De forma cómplice y considerándolo un honor, uno mi firma con la de quienes defienden una de las obras más significativas, desde el punto de vista espacial, social y cultural, del País Vasco. Una de las obras que con mayor intensidad y contención muestran la capacidad de un gran arquitecto, Luis Peña Ganchegui, para interpretar el genio del lugar, la potencialidad del espacio y su capacidad de renacer y consolidarse como un referente para toda una ciudad.

Manuel Solà-Morales afirmaba que la ciudad se construye en gran medida con el paisaje y la arquitectura. La Plaza de la Trinidad es, sin duda, un ejemplo claro de este entendimiento, de este reto disciplinar. Un entendimiento que no vale solo para describir la ciudad actual sino para proyectar la nueva ciudad que surge de las potencialidades, de las oportunidades subyacentes en la ciudad de hoy.

Los vacíos de la ciudad, los espacios obsoletos y los aparentes detritus que permanecen muertos en nuestros días son las grietas de la ciudad por las que emergen los gritos de libertad de los ciudadanos. Pero para que la potencialidad se transforme en acción, para que el grito se convierta en proyecto colectivo, hace falta la exigente capacidad de descubrir la ciudad posible que permanece oculta en la ciudad oficial. Hay que esperar, en muchas ocasiones, a que los nuevos valores culturales, las ansias y los sueños de los ciudadanos, se posen en estos espacios marginales para encontrar en ellos el basamento de la ciudad futura. Una visión colectiva que requiere, en la mayoría de los casos, el político, el pensador o el arquitecto que limpie las gafas de los poderes públicos para aclarar sus ojos y permitirles ver la riqueza que esconden estos retales de la ciudad.

Luis Peña Ganchegui tenía esa capacidad. Descubrir la potencialidad de un espacio para transformarlo en un lugar. Un espacio común, un espacio del que se apropia la ciudadanía y la entiende como un símbolo de convivencia, de expresión de su identidad colectiva. Así fue como nació la Plaza de la Trinidad, obra germinal de Peña Ganchegui y la cultura arquitectónica vasca. Y así se prolongó en la Plaza del Tenis y, de forma más íntima, en el cementerio de Oyarzun.

El frontón, el soportal, las gradas, es decir, la arquitectura, se une con el paisaje y forma una síntesis capaz de reinventar un nuevo lugar. Un paisaje en el que, junto al juego de las medianerías, hay que destacar la potente falda del monte Urgull. Una presencia telúrica que nos remite a un paisaje más amplio, a la geografía guipuzcoana. Tan importante considero en este dialogo la presencia topográfica del monte próximo, que cualquier añadido que perturbe su visión, que impida su proximidad, supone un atentado grave a esta magnífica Plaza. Sea como sea la maestría con que se diseñe la pretendida cubrición del frontón. Esté firmada por el nombre de una estrella emergente o de un académico consolidado, será siempre un grave atentado.

Si hoy escribo esta exaltación de la capacidad visionaria y formalizadora del espacio de Luis Peña Ganchegui es porque tuve la suerte de pasear Guipúzcoa guiado por las señales, los gestos y la palabra de Luis. Guiado por su amistad y por su amor al País Vasco.

La primera medida que cabe exigir al alcalde de San Sebastián o a quien corresponda, es que ordene la restauración de esta magnífica arquitectura y lugar simbólico de la ciudad.

Fuera la verja policial. Trasládense canastas de baloncesto y porterías de “futbito” a otro sitio del barrio o próximo a él. Borren los colores del frontón y restablezcan el carácter pétreo de sus paredes. Eliminen el cerramiento del bolatoki. Repongan los pavimentos originales que son constitutivos del carácter de esta plaza y de su enraizamiento en tradiciones deportivas y culturales.

Dejemos que solo el viento, el agua y las pisadas de los hombres vayan modelando el futuro de este trozo de la ciudad. No lo banalicemos añadiéndole artefactos pretendidamente arquitectónicos.

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